
Por: Enrique Delgado. (economista y profesor cachaquillero)
Llegué a Barranquilla hace dos años, con un acento cachaco que delataba mi origen
bogotano y un corazón lleno de curiosidad por esta tierra que, según me contaban, era la
puerta de oro. Aunque mis ancestros, según las historias familiares, llegaron al país por
Puerto Colombia, yo no tenía más conexión con la costa que el rumor de un pasado lejano.
Sin embargo, desde el primer día, Barranquilla me recibió con los brazos abiertos, como lo
ha hecho con tantos otros que han llegado aquí buscando un hogar.
Soy profesor, y en mi salón de clases he aprendido más de lo que he enseñado. Mis
estudiantes, con su picardía y su humor, me han bautizado como “el cachaco que quiere ser
costeño”
. Y sí, lo admito: quiero serlo. No porque quiera negar mi origen, sino porque en
Barranquilla he descubierto que la identidad no es un territorio cerrado, sino un río que fluye
y se mezcla con otros. Aquí, en esta Villa que respira cumbia y transpira alegría, he
entendido que no hay nada más barranquillero que no ser de Barranquilla.
Pero no todo ha sido fácil. Tengo agorafobia, y aunque amo la música del Caribe y me
emociono con los tambores de la cumbia, el bullicio del Carnaval me abruma. Mientras la
ciudad se viste de fiesta, yo me refugio en mi casa, escuchando desde lejos los ecos de la
alegría colectiva. Esa es mi paradoja: amo lo que no puedo vivir en plenitud. Sin embargo,
eso no me hace menos barranquillero. Al contrario, me recuerda que la identidad no es una
talla única, sino un mosaico de experiencias y limitaciones.
Recientemente, la serie “Medusa” de Netflix ha generado un intenso debate. La historia de
una familia adinerada barranquillera, interpretada por actores bogotanos, ha sido criticada
por no capturar el acento, las palabras y la esencia de la costa. Entiendo la frustración. El
Caribe colombiano tiene una riqueza cultural que no puede ser reducida a estereotipos o
malas interpretaciones. Pero también creo que este debate es una oportunidad para
reflexionar sobre quiénes somos y cómo nos vemos.
Barranquilla, como ciudad, es un ejemplo de realismo mágico. Aquí, lo imposible se vuelve
cotidiano. Un río que se seca y se convierte en una avenida, un Carnaval que transforma las
calles en un escenario de fantasía, y una gente que, con su calidez, hace que el foráneo se
sienta como en casa. Gabriel García Márquez, nuestro nobel, entendió que el realismo
mágico no es solo un género literario, sino una manera de ver el mundo. Y en Barranquilla,
ese mundo está lleno de historias que se entrelazan, de acentos que se mezclan y de
tradiciones que se reinventan.
Me encantó la serie, ver en sus escenas una Barranquilla cosmopolita y moderna, con un
mercado grabado en Santa Marta, una sede empresarial filmada en locaciones de una
importante universidad de mi pueblo, Chía Cundinamarca, una escena en una fábrica
olvidada cuya locación es a las afueras de Bogotá y sobre todo, mis tomas favoritas, el
sensual, fotogénico y siempre hermoso edificio García (al que le he dedicado algunos
poemas)
Criticar Medusa es válido (obtuso para mi parecer), pero también debemos preguntarnos:
¿qué tanto estamos dispuestos a abrirnos a los demás? Barranquilla no sería lo que es sin
los inmigrantes que llegaron de todas partes del país y del mundo. Somos una ciudad que
se ha construido con pedazos de otras culturas, y eso es lo que nos hace únicos. En lugar
de encerrarnos en regionalismos, deberíamos celebrar nuestra capacidad de acoger y de
adaptarnos y reconocer que la serie es solo una expresión bien intencionada del séptimo
arte.
Como profesor, les digo a mis estudiantes que la verdadera sabiduría está en entender que
nadie tiene la exclusividad de la identidad. Ser barranquillero no es solo haber nacido aquí;
es llevar la ciudad en el alma, es bailar cumbia aunque sea en la sala de la casa, es reírse
de uno mismo y de los demás, es entender que la vida es un Carnaval en el que todos
tenemos un disfraz diferente.
Barranquilla es una villa mágica, pero su magia no está en la perfección, sino en la
diversidad. En lugar de criticar a quienes no nos entienden, enseñémosles quiénes somos.
Abramos las puertas de nuestra cultura con orgullo, pero también con generosidad. Porque,
al final, lo que nos hace grandes no es lo que nos separa, sino lo que nos une.
Y si alguien duda de mi barranquilleridad, les respondo con una sonrisa: “Soy tan
barranquillero que no soy de Barranquilla” Y eso, queridos lectores, es el realismo mágico
de ser colombiano.